Lucinda Devlin
Todas estas máquinas de matar protagonizan el trabajo realizado por la fotógrafa norteamericana Lucinda Devlin, 54 años -una de las profesionales más galardonadas en su país-, que entre 1991 y 1998 visitó la treintena de prisiones donde están instaladas. Fruto de este trabajo nació una exposición itinerante y un libro, The Omega Suites, en el que denuncia sutilmente el refinamiento que la boyante industria de la muerte legal ha alcanzado en Estados Unidos.
"Lo que yo opine sobre la pena de muerte no es parte de mi trabajo. Creo que las imágenes hablan por sí solas", asegura Devlin cuando la insisten sobre la eterna polémica que genera la más dura de las leyes humanas. Y sabe de lo que habla. Por algo vive en Mississippi, en el Sur, que es donde más se ejecuta. A primera vista, las fotografías parecen sacadas de un siniestro folleto para promocionar unos métodos de ejecución antisépticos, efectivos y contundentes, Made in USA, totalmente alejados de la parafernalia gótica encumbrada por la Inquisición. Como si se tratase de un catálogo de tractores o puentes móviles. Todo un paseo por la factoría más nauseabunda que existe.
Las fotos enfatizan la presencia de la máquina frente a la ausencia deliberada de protagonistas humanos. No hay ojos, ni miradas, ni muecas. La luz está muy cuidada, los colores muy contrastados, no hay enfoque periodístico, no hay movimiento, no hay vida... Sólo unos escenarios inmaculados y silenciosos que emanan un aura indetectable de muerte que inquietan al espectador haciéndole reflexionar sobre la indescriptible dureza de los últimos momentos del ajusticiado. Es particularmente grotesca la imagen de una silla eléctrica pintada de amarillo, o la de los teléfonos antiguos esperando la llamada salvadora de última hora, o la de la cortina a punto de cerrarse sobre la cámara de ejecución. Es también patética la visión del cadalso -madera antigua, humedecida por el tiempo- en contraste con la de la camilla levantada donde el reo es atado con los brazos en cruz antes de recibir la inyección letal ya tumbado, para morir como Dios manda...
En definitiva, Devlin nos transporta a un mundo donde los sentimientos son torturados por la propia limpieza de la muerte.
Lucinda Devlin prefiere concentrar su objetivo en espacios interiores de uso público que se convierten en privados de a ratitos: habitaciones de hoteles alojamiento, camas solares, discotecas. Y logra imágenes lisérgicas, con colores a punto de estallar, de lugares que, asegura, ella no modifica ni un poquito. Lucinda viene, en realidad, trabajando desde hace más de diez años en la serie "Territorios de placer".
Ya pasaron diez años desde que Doug Hall comenzó a retratar la arquitectura y los espacios de Europa, Estados Unidos y Asia con una cámara de gran formato, cosa de lograr un registro más amplio de la "realidad objetiva". Las imágenes que fue encontrando en su paso por Japón son, cuanto menos, inquietantes: cualquier afán iluminista de triunfo sobre la naturaleza se queda corto ante, por citar una obra al azar, "Shinjuku Sur Atardecer temprano", la entrada de un shopping digno de oscuras fantasías futuristas. La desigualdad inmensa entre el pequeño mercado tradicional con vendedores aún más tradicionales y la ciudad, apenas lejana, demasiado visible, desmienten la burda idea de que allí todo es tecnología y buen pasar. Porque sí, están los que disfrutan de un día ocioso seguro en la playa artificial (piso de plástico, olas simuladas, ¡reposeras numeradas y en hilera, como en el teatro!), pero también los que viven en chozas que flotan sobre balsas por ríos poco elegantes.
Ray Metzker
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